Las prisas de los últimos
retoques en Montmeló contrastaban ayer con la insólita imagen de una Barcelona
entregada a la calma. La tregua fue aprovechada en el Circuit de Catalunya para
pulir las tareas atrasadas y abrillantar las instalaciones. En algunos palcos
privados -una deferencia de las grandes empresas con sus máximos responsables o
con clientes vips que les suponen unos gastos anuales por alquiler de 90.000
euros-, cuadrillas de obreros se afanaban por la tarde en pintar, limpiar y
adecentar paredes y suelos. Ya no era posible disimular la sensación de
inminencia.
Aun así, a las cinco, en el
circuito se respiraba un sorprendente ambiente de relajación y tranquilidad.
Cualquiera pensaría encontrarse, una vez dejado atrás el cordón de seguridad,
una pequeña ciudad que vive a 300 kilómetros por hora. Pero no. A menos de doce
horas para la apertura oficial del Gran Premio de España, los ingenieros,
mecánicos y demás personal de los equipos -los pilotos no harán acto de
presencia probablemente hasta esta tarde- convivían bajo un clima de distensión
con operarios diversos, empleados de hostelería, limpiadoras, técnicos de
sonido, de televisión..., antes de que la fiebre de la competición altere su
termómetro.
En el 'paddock', donde las
escuderías aparcan sus lujosos e impolutos camiones -nadie habrá contemplado
jamás vehículos tan brillantes-, había momentos también para la conversación. Se
dirigían al visitante con un tono confiado, sabedores de que la simple
contemplación de la realidad es su mejor aval. Quizás, a partir de hoy, cuando
comience el masivo desfile de aficionados, se desvelen fallos ahora ocultos,
pero no lo parece. Los trabajos continuaban, y lo harán posiblemente hasta esta
mañana, pero casi todo es ya una mera cuestión estética.
En cualquier caso, los
responsables del Circuit han vuelto a cumplir. Montmeló era ayer una especie de
paraíso. El tráfico era fluido, sin apenas rastro del caos que lo presidirá en
pocas horas, el ruido no era tal y el calor resultaba hasta casi agradable. Nada
que ver con lo que se avecina. Varios obreros tejían los arbustos y las flores
que rodean el acceso a la tribuna de autoridades. La estaban acicalando por
fuera, pero dentro todo está listo, como el resto de instalaciones.
El encargado de probar el
semáforo de la salida, elevado en un andamio móvil, levantaba el pulgar al
técnico. Todo bien. Las grúas ya han dejado paso al otro 'circo'. Junto a los
trailers se han plantado los 'motorhomes', los cuarteles generales de las
escuderías. El más espectacular, el de uno de los recién llegados -Red Bull-,
luce recién estrenado e invita ya al visitante a sentarse y tomar un café, pese
a que todavía no ha abierto sus puertas.
El viaje por las instalaciones
se detiene en los pequeños centros neurálgicos que cada equipo tiene a pie de
pista. Mientras se desembalan todos los equipos, se instala el último monitor y
se limpia la mesa, colapsada hasta ese momento por cajas de cartón. «Pero
funcionan, ¿eh!», intercedía un ingeniero de Willliams en un pobre castellano.
Al lado, en su box, un empleado pasaba con esmero la aspiradora por debajo de
los coches de Webber y Heidfeld, y otro se subía a una escalera para limpiar un
panel.
Sólo hay un miedo, aunque no se
dice en alto: cómo controlar a los 120.000 aficionados que se darán cita el
domingo. La solución: mucha oración y una campaña machacona en radios y
televisiones en la que el Circuit hace un llamamiento a la cordura por el bien
del espectáculo.
Fuente de información:
ElComercioDigital