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Los Valles Mineros, testigos de la guerra entre carlistas e isabelinos
Enviado el Lunes, 18 abril a las 11:33:25 por lety

Cultura

Como es sabido, a la muerte del rey Fernando VII en septiembre de 1833, los españoles se dividieron en dos bandos e iniciaron una guerra civil que de una u otra forma iba a prolongarse más de cien años, teniendo su epílogo en el alzamiento militar que puso fin a la II República.

Ideológicamente, los liberales se colocaron al lado de la futura Isabel II, y los conservadores, absolutistas y ultramontanos defendieron la legitimidad de su tío Carlos María Isidro y por ello fueron llamados carlistas. Aunque tenían su mayor fuerza en el muy católico País Vasco-Navarro, contaban también con partidarios que operaban en pequeños grupos guerrilleros repartidos por toda la Península.

Por supuesto las Cuencas no eran una excepción, y así, a los pocos meses de la muerte del rey, ya se habían registrado severos enfrentamientos, como el asalto a la guarnición de Santullano por los restos de la partida que había levantado en Siero Benito Escandón, o la liberación de presos en la cárcel de Pola de Laviana por el cabecilla Baíño, que acabaría muriendo poco después en otro choque con la milicia urbana que operaba en un Mieres que aún no era ayuntamiento independiente.

También en Blimea y Pelúgano se habían producido ataques contra las tropas del Gobierno y por las aldeas se conocían las correrías de Bernardo Sánchez, Argüelles, Castañón y José Villanueva, entre otros. Todos eran seguidores de Dios, la patria y el rey, y todos en el monte como mandaba la tradición.

A los cabecillas lugareños se les unían de vez en cuando otros que llegaban de lejos para seguir azuzando el fuego del levantamiento y que a veces pagaban con su vida la visita a la Asturias liberal. Así, una anotación del libro de defunciones de la parroquia de San Juan en la villa del Caudal recoge en la sepultura el 8 de abril de 1835: «El cadáver de don Facundo Vitoria, que murió el mismo día fusilado en esta villa por caudillo de carlistas. Era de edad de veinte y ocho años poco más o menos. Confesóse por no haber dado lugar a más. Era natural de La Losa, en la provincia de Segovia, y de estado soltero según manifestóÉ».

Se trata de un escurridizo personaje del que no he podido averiguar nada más a pesar de que lo he intentado, antes por los métodos tradicionales (llamadas al cura de La Losa y la bibliografía de la época) y ahora por la moderna internet, por lo que paso el testigo a quienes se interesen ahora por estos temas de nuestra historia local.

Nueva estrategia

En fin, en este ambiente, que se repetía por todo el país, la muerte en Bilbao del mítico Zumalacárregui, invencible caudillo de los carlistas, hizo pensar a sus correligionarios en una nueva estrategia para la guerra: desplazar un ejército hacia aquellas zonas en las que contaban con partidarios para intentar convencer a la población de la bondad de su causa.

De todas las expediciones que se organizaron con este objetivo, la más interesante fue la del general Gómez, en 1836, que constituye una de las gestas militares del siglo XIX menos estudiadas y, sin embargo, más atractivas por su carácter de aventura romántica.

Gómez partió de Amurrio en la madrugada del 26 de junio de 1836 rumbo a Asturias, con el llamado Ejército Real de la Derecha (llamado así no porque coincidiese con su ideología, sino porque existía otro de la Izquierda que avanzaba en dirección contraria), que estaba integrado por menos de tres mil hombres y regresó después de seis meses de marchas y batallas incesantes por toda España, convertido en una leyenda y con más fuerzas que las que tenía en el momento de la salida.

Al día siguiente, tenía en su persecución a los isabelinos de la tercera división del Ejército del Norte, mandada por el general Espartero, que, a pesar de forzar el paso, no pudieron darle alcance antes de que cruzase la cordillera Cantábrica.

Gómez entró en la región por el puerto de Tarna y tras bajar por Campo Caso, Rioseco, Pola de Laviana y Langreo, el 5 de julio ya estaba en Oviedo, donde fue saludado no sabemos de qué manera, ya que mientras los historiadores carlistas recogen que todo el pueblo salió a abrazar a sus libertadores llorando de alegría, los liberales señalan que sólo recibieron el aplauso de la pillería de los mercados y de «todos los curas de las aldeas con sus paraguas».

Lo que conocemos con certeza es que los 1.400 uniformados que mandaba en la capital el coronel Pardiñas la habían abandonado ante la llegada de los carlistas para hacerse fuertes en el puente de Soto, unos kilómetros al Sur, y en espera de los refuerzos de Manso, el capitán general de Castilla la Vieja, que se encontraba acuartelado en Pola de Lena.

Formaban estas tropas isabelinas tres batallones, caballería y voluntarios nacionales a los que el mismo día 6 se les unieron además los regimientos de otros oficiales y una columna de mil hombres mandada por el coronel Losada Mures, que acampó a una legua española de la villa de la flor, distancia que, llevada a metros, quiere decir 5.572 con 7 decímetros.

Los acontecimientos fueron rápidos e inesperados. El 7 de julio, a pesar de que se estaba ya en pleno verano, una espesa niebla cubría toda la franja meridional de Asturias y los carlistas decidieron el ataque antes de que sus enemigos pudieran reforzarse. El marqués de Boveda de Limia, segundo de Gómez, se encontró a los liberales atrincherados en la orilla opuesta, desde donde controlaban el puente y el vado que permitía el paso del río y, encomendándose a Dios pero no al diablo, dirigió sus tropas contra ambos flancos.

En cuestión de minutos el aire se llenó de pólvora y de lamentos y el Nalón se volvió rojo. Cuando los liberales que volvieron a la Pola pudieron hacer recuento se dieron cuenta del importante desastre: les habían hecho 300 bajas y 521 prisioneros, entre ellos siete capitanes y once tenientes, y con ellos todo el armamento abandonado en su precipitada huida.

El otro bando

En el otro bando, 700 fusiles nuevos y munición para diez batallas, contó Gómez en su cuartel provisional de Oviedo. También 85 bajas, pero esto era lo de menos, porque al calor del éxito su ejército había multiplicado aquel mismo día los alistamientos de mozos que le iban a acompañar en su periplo.

Lo que no sabemos es la razón por la que el general Manso no acudió en socorro de las tropas de Pardiñas y decidió permanecer en Pola de Lena. Cuando fue culpado por éste de la derrota, se defendió diciendo que las comunicaciones por Mieres estaban imposibles y que además sus tropas estaban tan cansadas que decidió dejarlas descansar en Lena. El caso es que fue procesado por estos hechos y, a pesar del apoyo que recibió de sus ayudantes de campo, pasó el resto de su vida justificando su falta de actuación en aquella mañana.

En cuanto a Gómez, al día siguiente ya había salido hacia Galicia llevando consigo nada menos que cien carretas de bueyes con el botín recogido en Oviedo, para la desesperación de su perseguidor Espartero, que a las pocas horas entraba en una capital vacía de provisiones y veía alejarse a su presa una vez más.

Sí, ya sé que no puedo escribir sobre carlistas en las Cuencas sin citar al famoso José Faes, pero resulta que no es de esta guerra. Fue abatido en 1874 y su historia merece un relato aparte.

Fuente de información: lne


 
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