Como es sabido, a la muerte del
rey Fernando VII en septiembre de 1833, los españoles se dividieron en dos
bandos e iniciaron una guerra civil que de una u otra forma iba a prolongarse
más de cien años, teniendo su epílogo en el alzamiento militar que puso fin a la
II República.
Ideológicamente, los liberales
se colocaron al lado de la futura Isabel II, y los conservadores, absolutistas y
ultramontanos defendieron la legitimidad de su tío Carlos María Isidro y por
ello fueron llamados carlistas. Aunque tenían su mayor fuerza en el muy católico
País Vasco-Navarro, contaban también con partidarios que operaban en pequeños
grupos guerrilleros repartidos por toda la Península.
Por supuesto las Cuencas no
eran una excepción, y así, a los pocos meses de la muerte del rey, ya se habían
registrado severos enfrentamientos, como el asalto a la guarnición de Santullano
por los restos de la partida que había levantado en Siero Benito Escandón, o la
liberación de presos en la cárcel de Pola de Laviana por el cabecilla Baíño, que
acabaría muriendo poco después en otro choque con la milicia urbana que operaba
en un Mieres que aún no era ayuntamiento independiente.
También en Blimea y Pelúgano se
habían producido ataques contra las tropas del Gobierno y por las aldeas se
conocían las correrías de Bernardo Sánchez, Argüelles, Castañón y José
Villanueva, entre otros. Todos eran seguidores de Dios, la patria y el rey, y
todos en el monte como mandaba la tradición.
A los cabecillas lugareños se
les unían de vez en cuando otros que llegaban de lejos para seguir azuzando el
fuego del levantamiento y que a veces pagaban con su vida la visita a la
Asturias liberal. Así, una anotación del libro de defunciones de la parroquia de
San Juan en la villa del Caudal recoge en la sepultura el 8 de abril de 1835:
«El cadáver de don Facundo Vitoria, que murió el mismo día fusilado en esta
villa por caudillo de carlistas. Era de edad de veinte y ocho años poco más o
menos. Confesóse por no haber dado lugar a más. Era natural de La Losa, en la
provincia de Segovia, y de estado soltero según manifestóÉ».
Se trata de un escurridizo
personaje del que no he podido averiguar nada más a pesar de que lo he
intentado, antes por los métodos tradicionales (llamadas al cura de La Losa y la
bibliografía de la época) y ahora por la moderna internet, por lo que paso el
testigo a quienes se interesen ahora por estos temas de nuestra historia local.
Nueva estrategia
En fin, en este ambiente, que
se repetía por todo el país, la muerte en Bilbao del mítico Zumalacárregui,
invencible caudillo de los carlistas, hizo pensar a sus correligionarios en una
nueva estrategia para la guerra: desplazar un ejército hacia aquellas zonas en
las que contaban con partidarios para intentar convencer a la población de la
bondad de su causa.
De todas las expediciones que
se organizaron con este objetivo, la más interesante fue la del general Gómez,
en 1836, que constituye una de las gestas militares del siglo XIX menos
estudiadas y, sin embargo, más atractivas por su carácter de aventura romántica.
Gómez partió de Amurrio en la
madrugada del 26 de junio de 1836 rumbo a Asturias, con el llamado Ejército Real
de la Derecha (llamado así no porque coincidiese con su ideología, sino porque
existía otro de la Izquierda que avanzaba en dirección contraria), que estaba
integrado por menos de tres mil hombres y regresó después de seis meses de
marchas y batallas incesantes por toda España, convertido en una leyenda y con
más fuerzas que las que tenía en el momento de la salida.
Al día siguiente, tenía en su
persecución a los isabelinos de la tercera división del Ejército del Norte,
mandada por el general Espartero, que, a pesar de forzar el paso, no pudieron
darle alcance antes de que cruzase la cordillera Cantábrica.
Gómez entró en la región por el
puerto de Tarna y tras bajar por Campo Caso, Rioseco, Pola de Laviana y Langreo,
el 5 de julio ya estaba en Oviedo, donde fue saludado no sabemos de qué manera,
ya que mientras los historiadores carlistas recogen que todo el pueblo salió a
abrazar a sus libertadores llorando de alegría, los liberales señalan que sólo
recibieron el aplauso de la pillería de los mercados y de «todos los curas de
las aldeas con sus paraguas».
Lo que conocemos con certeza es
que los 1.400 uniformados que mandaba en la capital el coronel Pardiñas la
habían abandonado ante la llegada de los carlistas para hacerse fuertes en el
puente de Soto, unos kilómetros al Sur, y en espera de los refuerzos de Manso,
el capitán general de Castilla la Vieja, que se encontraba acuartelado en Pola
de Lena.
Formaban estas tropas
isabelinas tres batallones, caballería y voluntarios nacionales a los que el
mismo día 6 se les unieron además los regimientos de otros oficiales y una
columna de mil hombres mandada por el coronel Losada Mures, que acampó a una
legua española de la villa de la flor, distancia que, llevada a metros, quiere
decir 5.572 con 7 decímetros.
Los acontecimientos fueron
rápidos e inesperados. El 7 de julio, a pesar de que se estaba ya en pleno
verano, una espesa niebla cubría toda la franja meridional de Asturias y los
carlistas decidieron el ataque antes de que sus enemigos pudieran reforzarse. El
marqués de Boveda de Limia, segundo de Gómez, se encontró a los liberales
atrincherados en la orilla opuesta, desde donde controlaban el puente y el vado
que permitía el paso del río y, encomendándose a Dios pero no al diablo, dirigió
sus tropas contra ambos flancos.
En cuestión de minutos el aire
se llenó de pólvora y de lamentos y el Nalón se volvió rojo. Cuando los
liberales que volvieron a la Pola pudieron hacer recuento se dieron cuenta del
importante desastre: les habían hecho 300 bajas y 521 prisioneros, entre ellos
siete capitanes y once tenientes, y con ellos todo el armamento abandonado en su
precipitada huida.
El otro bando
En el otro bando, 700 fusiles
nuevos y munición para diez batallas, contó Gómez en su cuartel provisional de
Oviedo. También 85 bajas, pero esto era lo de menos, porque al calor del éxito
su ejército había multiplicado aquel mismo día los alistamientos de mozos que le
iban a acompañar en su periplo.
Lo que no sabemos es la razón
por la que el general Manso no acudió en socorro de las tropas de Pardiñas y
decidió permanecer en Pola de Lena. Cuando fue culpado por éste de la derrota,
se defendió diciendo que las comunicaciones por Mieres estaban imposibles y que
además sus tropas estaban tan cansadas que decidió dejarlas descansar en Lena.
El caso es que fue procesado por estos hechos y, a pesar del apoyo que recibió
de sus ayudantes de campo, pasó el resto de su vida justificando su falta de
actuación en aquella mañana.
En cuanto a Gómez, al día
siguiente ya había salido hacia Galicia llevando consigo nada menos que cien
carretas de bueyes con el botín recogido en Oviedo, para la desesperación de su
perseguidor Espartero, que a las pocas horas entraba en una capital vacía de
provisiones y veía alejarse a su presa una vez más.
Sí, ya sé que no puedo escribir
sobre carlistas en las Cuencas sin citar al famoso José Faes, pero resulta que
no es de esta guerra. Fue abatido en 1874 y su historia merece un relato aparte.
Fuente de información: lne