Como es sabido, la Guerra de la
Independencia contra el francés comenzó el 2 de mayo de 1808 cuando el pueblo de
Madrid se levantó contra el Ejército invasor. También se conoce e incluso se
celebra cada año el hecho de que el 25 de aquel mes Asturias se declaró
soberana, iniciando así un movimiento de resistencia que se extendió por todo el
país para culminar seis años más tarde con la derrota de Napoleón y la
restauración de la Monarquía borbónica. Menos notorio es que tras la
proclamación de la Junta del Principado el primer tiro de la contienda se
disparó en Mieres la misma jornada del 25É y fue un tiro al aire.
Repasemos los acontecimientos.
En febrero de 1808 y con la disculpa de dirigirse hacia Portugal, el Ejército
napoleónico empezó a ocupar la Península ante la pasividad de sus gobernantes;
en marzo, los invasores se acercaron hasta Madrid y el pueblo llano,
comprendiendo lo que estaba pasando, asaltó el palacio que Godoy, el primer
ministro, tenía en Aranjuez. Entre tanto el rey Carlos IV, temiendo por su
integridad, abdicó a favor de Fernando, el príncipe de Asturias, al mismo tiempo
que pedía ayuda a Napoleón para que le salvase de sus propios súbditos.
Lógicamente, el francés
entendió pronto la calaña de los personajes de aquella comedia y mandó que los
enviasen a todos a Bayona. Allí tuvo lugar una de las escenas más bochornosas de
nuestra sufrida historia: en presencia del «pequeño emperador», Carlos IV exigió
de nuevo la corona a su hijo y ante su negativa a devolverla le amenazó de
muerte; cuando por fin cedió, el monarca se la entregó a Napoleón, que nombró
rey de España a su hermano José, más conocido como «Pepe Botella», aunque parece
ser que en realidad era abstemio.
Los españoles, desconocedores
de aquella payasada, creían firmemente en la honradez de los Borbones y
consideraban a Fernando VII como el salvador de la patria. Otro día veremos cómo
trató después el monarca a quienes derramaron su sangre por él, pero ahora
volvamos a lo nuestro.
La primera reacción de protesta
de los asturianos había saltado en Gijón el 27 de abril, cuando la multitud
rompió a pedradas la casa del cónsul francés Lagonier después de que éste los
provocase lanzando panfletos contra los reyes españoles, pero todo se precipitó
cuando el día 9 de mayo se conocieron los hechos violentos desencadenados una
semana antes en Madrid. La noticia de que entre los muertos en el alzamiento
había unos cincuenta asturianos indignó a los estudiantes de la Universidad, que
irrumpieron en la Junta General del Principado dando vivas a Fernando VII y
mueras a Murat, el lugarteniente general de Napoleón en España.
Ante la posibilidad de que el
motín pasase a mayores -como así fue-, desde la Audiencia se pidió ayuda a las
autoridades madrileñas, que decidieron enviar a Asturias al batallón del
Hibernia, que penetró en la región por Santander, y al Escuadrón de Carabineros
Reales acuartelado en Valladolid y que mandaba el comandante Manuel Ladrón de
Guevara.
La noche del 24 de mayo todas
las campanas de Oviedo tocaron a rebato, los alzados asaltaron un arsenal y
repartieron fusiles entre la población, y al día siguiente Asturias, presidida
por el marqués de Santa Cruz del Marcenado, declaró la guerra a Napoleón.
Entre tanto, el Escuadrón de
Carabineros Reales cruzaba el Pajares y el mismo día 25 llegaba a Pola de Lena
con el ánimo de sus soldados dividido entre quienes se limitaban a obedecer la
disciplina y los que pensaban que su deber era estar junto a las gentes que les
venían arengando por la carretera de Castilla llamándoles renegados y vendidos a
Francia. De hecho, algunos soldados ya habían sido detenidos en Villanubla al
intentar rebelarse contra sus mandos.
Por fin llegaron a Mieres y
allí se encontraron la primera resistencia; a la altura de Bazuelo les esperaba
un grupo numeroso de voluntarios, entre los que estaban los universitarios de la
villa que habían llegado a uña de caballo desde la capital para dejar clara la
posición de Asturias. Su líder era el joven Gaspar Delgado y de su carabina
salió un único disparo de atención que detuvo a los militares, luego, en medio
de un tenso silencio, buscó a su jefe Ladrón de Guevara y con una voz potente
que todos pudieron escuchar explicó la situación claramente: habría paz si
venían en paz y lucha hasta la muerte en caso contrario.
A regañadientes, el comandante,
cuya fama de afrancesado le precedía, prometió no disparar un tiro si se le
permitía el paso a Oviedo y pidió permiso para refrescar a sus tropas. El
Escuadrón acampó unas horas en la Campa, frente al palacio de los Bernaldo de
Quirós, y llenó sus cantimploras en la fuente de la Villa, soportando los
insultos de grupos de mujeres que les gritaban continuamente llamándoles
traidores.
Todavía antes de seguir camino
tuvieron que afrontar más humillaciones, cuando una comisión de hombres armados
encabezada por otro vecino de Mieres llamado José Cosío exigió de nuevo al
comandante fidelidad a Fernando VII para dejarle marchar. Finalmente, el
Escuadrón de Carabineros pudo abandonar el pueblo, vigilado de cerca por sus
habitantes, y llegar hasta Oviedo, pero allí los soldados no pudieron aguantar
más presiones y decidieron sumarse al alzamiento.
Manuel Ladrón de Guevara fue
detenido para evitar su linchamiento y lo mismo sucedió con el coronel Carlos
Fizt-Gerlad, al mando del batallón del Hibernia, cuyos hombres desertaron
masivamente en Pola de Siero abandonando a sus jefes, que en algún caso también
se unieron a los sublevados.
Dos años de guerra
Así fue la historia. Luego vino
una larga guerra y los franceses tardaron dos años en entrar en Mieres, que por
su posición estratégica sirvió para almacenar provisiones. Mientras duró el
conflicto, la población estuvo de manera unánime del lado de la Junta Central y
cada uno colaboró como pudo, unos combatiendo y otros ayudando con lo que
tenían, como el párroco de Turón don Ramón Argüelles, que se comprometió a donar
tres mil reales anuales en escanda mientras no se firmase la paz.
Cuando la violencia se
generalizó y las fábricas de armas de Oviedo y Trubia resultaron insuficientes
para equipar a las milicias, en Bazuelo se abrió un taller para la fabricación
de bayonetas y también se emplazaron unas máquinas movidas por la fuerza
hidráulica para ayudar a rematar la producción de cañones y fusiles, cuya
ubicación exacta es otro de los misterios de nuestra historia.
Sabemos por una respuesta del
juez 1.º de Mieres a una requisitoria de don Pedro Colling de Salazar el 15 de
octubre 1815 el tiempo que estuvieron aquí los franceses. Se trata de una
información que a la fuerza tiene que ser exacta, ya que se pedía para poder
abonar a los pueblos y a los particulares los suministros que hubiesen donado
durante la guerra, y el cómputo se hacía por días.
En ella se escribe que el
Ejército invasor se estableció aquí en cuatro ocasiones: el 19 de mayo de 1809
entraron las tropas de Ney y Kellerman hasta el 14 de junio del mismo año; el 27
de abril de 1810 entraron las de Bonet hasta el 13 de junio de 1811; el 6 de
noviembre de 1811 volvieron las mismas tropas hasta el 24 de enero de 1812 y,
por último, otra vez el 17 de mayo de 1812 para evacuar definitivamente el 14 de
junio de dicho año de 1812. Siendo en total 18 meses y un día.
Y a pesar de la actitud hostil
de los vecinos durante la guerra, según parece, salvando todos los desastres de
la situación, la villa del Caudal no debió resultar muy penosa para los
invasores, ya que el general Bonet en sus memorias habla muy bien de sus
encantos y del contraste que ofrecía el verde de su paisaje con la aridez de
Castilla. Y es que era un poeta.
Fuente de información: lne