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Europa y la Realidad
Enviado el Viernes, 03 junio a las 20:40:42 por lety

Opinión

La Unión Europea (UE) es un club de gente pudiente que no ve con buenos ojos la incorporación masiva de desamparados del mundo. El no de Francia y Holanda a la Constitución Europea, aparte de traducir el descontento interno con sus gobiernos, significa también una negativa a ampliar indefinidamente el estado del bienestar entre los países pobres o muy pobres del este de Europa. Los dirigentes europeos estaban convencidos que cualquier cosa que preguntaran a sus ciudadanos --salvo en el Reino Unido y en los países nórdicas-- les iban a responder que sí, por eso ni se plantearon la posibilidad de un rechazo como el que se ha registrado estos días.

El mismo día de la votación en Francia, el domingo pasado, decía Felipe González en una emisora de radio que probablemente su mayor error político había sido la convocatoria del referéndum de la OTAN. Primero porque las pasó canutas para ganarlo y segundo porque había traspasado a los ciudadanos una decisión que en realidad era de Estado --sin pertenecer a la OTAN iba a ser muy difícil que se acelerara nuestro proceso de ingreso en la entonces Comunidad Económica Europea, hoy UE--.

Con la gracia del sevillano que está de vuelta de todo, González añadía que después se habían dado mil interpretaciones a su habilidad para evitar la derrota que parecía cantada. En realidad, vino a decir, esperó el resultado final con el corazón encogido y se sorprendió de que los españoles hubieran respaldado finalmente la medida que el propio PSOE había combatido muy poco antes. Y, lo que es la vida política, Javier Solana, entonces destacado dirigente socialista, terminó siendo secretario general de OTAN.

Pues a Jacques Chirac le ha pasado lo mismo. Le ha traspasado a los franceses un problema que es solo de los líderes europeos. Error similar cometió José Luis Rodríguez Zapatero, aunque libró por los pelos, con el referéndum del 20 de febrero pasado. La Constitución es un texto farragoso, complicado y que casi ningún ciudadano, por europeísta que sea, siente como propio.

En general la UE es aceptada como una solución beneficiosa para muchos asuntos, unos expresos y otros subyacentes (fin de los conflictos armados en el núcleo del continente, libre circulación de mercancías y de personas, ayudas al desarrollo, moneda única, solidaridad, etc....) pero también como un inconveniente para otros (conflictos agrícolas y ganaderos, introducción ilegal de emigrantes, tensiones entre los socios, incapacidad para una única voz en materia de defensa y de relaciones exteriores, nacionalismos latentes, etc.).

Este momento de Europa se parece poco a los diez años prodigiosos (1985-1995) en los que la Unión dio un salto cualitativo enorme cuando Jacques Delors era presidente de la Comisión y dirigentes como Fran§ois Miterrand, Helmut Khöl o el mismo Felipe González junto con Ruud Lubbers y otros se implicaron a fondo en profundizar el modelo que se había formalizado en Roma en 1956.

Aquello concluyó con el Tratado de Maastricht (firmado en febrero de 1992) sobre el que se basa la arquitectura actual de la Unión Europea. Tratado que fue rechazado en un referéndum por Dinamarca --es desde entonces un socio con unas condiciones especiales-- y aprobado por un ajustadísmo resultado en Francia, entre otras dificultades. O sea que el euroescepticismo no es nuevo aunque no se había declarado con la crudeza con la que ahora lo ha hecho en dos de los fundadores del Mercado Común: Holanda y Francia.

Es probable que como consecuencia de todo lo que ha pasado el proceso no se detenga pero seguramente se va a ralentizar. Los partidos conservadores --Angela Merkel será este otoño con toda probabilidad la sustituta de Schröder en Alemania-- serán más precavidos a la hora de apoyar la integración de nuevos países, inquietos como están por el avance de las organizaciones ultraderechistas xenófobas alentadas por los conflictos étnicos y por las bolsas de paro y miseria que crecen en los arrabales de muchas grandes ciudades. Y que los socialistas, profundamente divididos en Francia, frenen también por temor a que sus electores les castiguen si se pierden algunas de las ventajas del estado del bienestar por ayudar a los nuevos socios.

EN la Europa unida, se mire como se mire, hay miedo a la deslocalización de empresas, a la entrada masiva de inmigrantes, a la competencia desleal de terceros países, a la pérdida de la identidad nacional. Los líderes comunitarios no ayudan nada a un buen clima con sus frecuentes peleas, sus tiranteces y sus egoísmos que alimentan a los euroescépticos y frenan el avance social y económico.

Es verdad que Francia pasa por un mal momento, como Alemania, lo que no ocurre, por fortuna, en España, uno de los países de mayor crecimiento del continente, que en poco tiempo se ha acercado vertiginosamente a la media comunitaria. Esas debilidades momentáneas del eje franco-alemán no deberían ser la causa del rechazo, puesto que la Europa unida ha proporcionado a los ciudadanos muchos más beneficios que si esos estados hubieran actuado cada uno por libre, pero nadie es capaz de explicarle tal cosa a quienes no han vivido los críticos períodos del siglo pasado (las guerras mundiales, el fascismo, etc.) que tanto daño han hecho a todos. Y ya se sabe que la historia tiende a repetirse.

Escrito por Periodista

Fuente de información: LaVozdeAsturias


 
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