Una vieja y sin embargo joven
alumna me contaba el otro día su intención de arrebatar del tablón de anuncios
de su colegio un recorte en el que su nombre y su rostro quedaban plasmados.
Había ganado un premio de poesía. No tenía por qué saberlo todo el alumnado: «y
es que la poesía mejor leerla y escribirla en silencio, a ser posible dentro de
los muros de la casa».
No es de extrañar que uno se
intente proteger de quienes no ven los puñales invisibles de la poesía, la que
también se hunde en la carne, como la prosa, la que no se come ni da de comer,
pero se hinca en la tierra y con fórceps incoloros extrae la memoria asesinada,
amordazada, fusilada. Y es que la poesía grita desde la lectura reposada, y
protesta sigilosamente, por que alguien la deje hablar, sin ser interrumpida por
quien quiere oír tan sólo la propia palabra cotidiana.
Hay personas que aún creen en
las palabras, pero esas que significan y no gritan. Y tal vez hablen de poesía.
Mientras que se impone el
ruido, de muchas formas: como copas de fino en las que se vierten impuestos
recaudados, discusión política, o terrenos recalificados y ensordecidos por la
maquinaria, aún hay personas que creen en la labor de la cultura, pero dejando a
un lado la vanidad plasmada en una fotografía, y acudiendo a la obra pintada,
filmada, interpretada o escrita, toda ella sin hacer ruido, y, sin embargo, tan
sonora.
Y seguirá la tarea, y en La
Felguera, por dejar oír este mes (20, 27, 30) tres voces plenas de letra:
Antonio Gamoneda, Carlos Bousoño y Ángel González.
Tal vez quieran sustituir en
los currículos, por presupuestos ajustados a púlpitos manejados por mercado, a
estos poetas que regalan nombres a nuestra literatura, pero seguirán ahí para
marcar la piel del agua, inmovilizar el corazón y hacer poner al mar en pie, y,
en lugar de izar la voz, levantarán la palabra callada.
Habrá que escucharla.
Escrito por Teresa Martín
Fuente de información:
ElComercioDigital
