Tenía yo un vecino que, ya de
tarde edad, creyó oir de los manes superiores la llamada a la vocación gaitera.
Andaba el susodicho provisto de un lustroso ejemplar de gaita, con un monstruoso
roncón, que paseaba por los chigres de todo el barrio. De aquella quedan
pelicanos, que no pelícanos, que superan a los damnificados por el famoso
Ramonzón de la Panera. Llegaba su astucia a tal grado que, cuando comenzaron a
echarlo de los chigres por pelmazo, disfrazaba la gaita bajo el chaquetón hasta
ver reunidos a los contertulios, momento en el que los atrapaba disonando
acordes a tutiplén.
Viene esto a cuento de la
iniciativa de hacer de los estudios de Gaita una titulación superior. En primer
lugar, ello valdrá para que mi difunto vecino hubiese ido al conservatorio. En
segundo, servirá para que no sólo paguemos a los maestros de gaituca, gallega,
zanfoña o txularis, que les juro que salen de cada peseta que pagan cada uno de
ustedes nosotros/as y acabarán estando representados en Bruselas.
Dicho ello, que la gaita
asturiana carezca a día de hoy de calidad curricular no sólo es un ejemplo de
incapacidad manifiesta: es un dolor. Es el dolor de no apreciar lo propio. De no
dar valor a siglos de existencia de millones de asturianos que han contribuido,
ellas y ellos, al avance de la humanidad. Y es el dolor de no darse cuenta de
que se comparte un instrumento musical primigenio que acompañó a los pobladores
del orbe civilizado desde el atlas hasta el arco atlántico.
Ahora entra la duda de si
llamar a rebato para que den clases de gaita los gaiteros escoceses, vascos,
gallegos, irlandeses, o, como dice mi doctor, búlgaros. A nuestros tatarabuelos
y tatarabuelas los acompañó la gaita --y al tambor-- al nacer y al morir.
Resonaba en cada valle y
elevaba las cumbres a éxtasis de felicidad. Los maestros tienen que ser los de
siempre: los nuestros.
Escrito por Ignacio Sánchez
Vicente
Fuente de información:
LaVozdeAsturias