Arte de la relojería
Fecha Martes, 17 mayo a las 09:32:32
Tema Cultura


Desde que existe el arte de la relojería, el reloj se ha convertido en un artefacto imprescindible para el ser humano. Como escribe Ernst Jünger en su hermoso libro sobre el reloj de arena (que, en realidad, trata de toda suerte de relojes, aunque no de relojes modernos): «Una vida sin relojes nos resulta casi inimaginable; estamos acostumbrados a oírlos andar y dar las horas, a llevarlos encima, a echarles una ojeada cuando caminamos o nos detenemos... desde relojes pequeños como un guisante hasta los voluminosos relojes de torre». Aunque, que sea imprescindible, no indica que no sea a la vez una forma de dependencia, por lo que Jünger solía decir que un hombre verdaderamente libre lo era su hermano, el poeta Friedrich Georg Jünger, porque jamás había tenido la necesidad de usar reloj.

Mirar el reloj, en realidad, demuestra que la gran preocupación del hombre es el tiempo: el paso del tiempo. Para medirlo, se han fabricado los más variados aparatos, construidos con los materiales más diversos; y así hay relojes de sol, de agua, de arena o con los más enrevesados aparatos mecánicos que puedan poner en funcionamiento la imaginación y la técnica de los seres humanos. La relojería es arte de miniaturista; pero también se construyen elevadas torres para que alberguen la esfera de un reloj. Las torres, que habitualmente servían para avisar del paso de ejércitos, de naves o de ballenas, también avisan del paso del tiempo.

Los relojes son invenciones antiguas, avisa Luis Zapata, «mas lo de ahora son de tantos primores y galas que el mismo reloj que es de las horas y cuartos de ellas, es de días, de meses y de años, y señalan las horas carneros atopados o, con martillos, caballeros armados y pedir primero con música y punto de órgano atención, como un retórico para que le oigan que quiere dar». El arte de la relojería es preciso y sedante. Muchos personajes ilustres reposaron de sus ocupaciones habituales ejerciendo de relojeros a ratos perdidos, y el más importante entre nosotros lo fue el emperador Carlos V. «La operación de montar un reloj produce un especial y raro estado de espíritu -escribe Rafael Sánchez Ferlosio, gran entendido en relojes y relojeros-. Era lo que Carlos buscaba». Otros, mientras tallaban, meditaban, como Espinoza, que era pulidor de lentes: otro oficio que exige buena vista y buen pulso, porque igualmente es de miniaturas, al fin y al cabo.

Asturias es tierra de excelentes relojeros, que eran al tiempo gente ilustrada y artista. Escribir sobre los más destacados ocuparía varios artículos. Entre ellos se cuenta Policarpo Suárez Canto, fundador de la relojería La Esmeralda, de La Felguera. Suárez Canto había nacido en Entralgo, la aldea natal de Palacio Valdés, en Laviana, en el año 1869. Con 12 años, embarca a Cuba, reclamado por un hermano, oficial del Ejército español, y de allí marcha a Guatemala, donde entra de aprendiz en una relojería propiedad de un relojero suizo, ni más ni menos. De él aprende todos los secretos del arte de la relojería. A su regreso a España abre su primer establecimiento de relojería en La Felguera, en 1900. La Esmeralda no tardará en convertirse en uno de los comercios emblemáticos del valle de Langreo. Su sucesor en el negocio, José Luis Rodríguez Antuña (que empezó a trabajar en La Esmeralda hace cincuenta y cinco años) atesora una de las mejoras colecciones de relojes de España, acumulada a lo largo de más de cien años. Para Rodríguez Antuña, «el reloj es una obra de ingeniería perfecta que mide el tiempo». Cada vez con más perfección. Los relojos de Antuña son piezas de museo. Un museo del reloj en La Felguera sería, seguramente, un museo único en España.

Fuente de información: lne







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