Desde que existe el arte de la
relojería, el reloj se ha convertido en un artefacto imprescindible para el ser
humano. Como escribe Ernst Jünger en su hermoso libro sobre el reloj de arena
(que, en realidad, trata de toda suerte de relojes, aunque no de relojes
modernos): «Una vida sin relojes nos resulta casi inimaginable; estamos
acostumbrados a oírlos andar y dar las horas, a llevarlos encima, a echarles una
ojeada cuando caminamos o nos detenemos... desde relojes pequeños como un
guisante hasta los voluminosos relojes de torre». Aunque, que sea
imprescindible, no indica que no sea a la vez una forma de dependencia, por lo
que Jünger solía decir que un hombre verdaderamente libre lo era su hermano, el
poeta Friedrich Georg Jünger, porque jamás había tenido la necesidad de usar
reloj.
Mirar el reloj, en realidad,
demuestra que la gran preocupación del hombre es el tiempo: el paso del tiempo.
Para medirlo, se han fabricado los más variados aparatos, construidos con los
materiales más diversos; y así hay relojes de sol, de agua, de arena o con los
más enrevesados aparatos mecánicos que puedan poner en funcionamiento la
imaginación y la técnica de los seres humanos. La relojería es arte de
miniaturista; pero también se construyen elevadas torres para que alberguen la
esfera de un reloj. Las torres, que habitualmente servían para avisar del paso
de ejércitos, de naves o de ballenas, también avisan del paso del tiempo.
Los relojes son invenciones
antiguas, avisa Luis Zapata, «mas lo de ahora son de tantos primores y galas que
el mismo reloj que es de las horas y cuartos de ellas, es de días, de meses y de
años, y señalan las horas carneros atopados o, con martillos, caballeros armados
y pedir primero con música y punto de órgano atención, como un retórico para que
le oigan que quiere dar». El arte de la relojería es preciso y sedante. Muchos
personajes ilustres reposaron de sus ocupaciones habituales ejerciendo de
relojeros a ratos perdidos, y el más importante entre nosotros lo fue el
emperador Carlos V. «La operación de montar un reloj produce un especial y raro
estado de espíritu -escribe Rafael Sánchez Ferlosio, gran entendido en relojes y
relojeros-. Era lo que Carlos buscaba». Otros, mientras tallaban, meditaban,
como Espinoza, que era pulidor de lentes: otro oficio que exige buena vista y
buen pulso, porque igualmente es de miniaturas, al fin y al cabo.
Asturias es tierra de
excelentes relojeros, que eran al tiempo gente ilustrada y artista. Escribir
sobre los más destacados ocuparía varios artículos. Entre ellos se cuenta
Policarpo Suárez Canto, fundador de la relojería La Esmeralda, de La Felguera.
Suárez Canto había nacido en Entralgo, la aldea natal de Palacio Valdés, en
Laviana, en el año 1869. Con 12 años, embarca a Cuba, reclamado por un hermano,
oficial del Ejército español, y de allí marcha a Guatemala, donde entra de
aprendiz en una relojería propiedad de un relojero suizo, ni más ni menos. De él
aprende todos los secretos del arte de la relojería. A su regreso a España abre
su primer establecimiento de relojería en La Felguera, en 1900. La Esmeralda no
tardará en convertirse en uno de los comercios emblemáticos del valle de Langreo.
Su sucesor en el negocio, José Luis Rodríguez Antuña (que empezó a trabajar en
La Esmeralda hace cincuenta y cinco años) atesora una de las mejoras colecciones
de relojes de España, acumulada a lo largo de más de cien años. Para Rodríguez
Antuña, «el reloj es una obra de ingeniería perfecta que mide el tiempo». Cada
vez con más perfección. Los relojos de Antuña son piezas de museo. Un museo del
reloj en La Felguera sería, seguramente, un museo único en España.
Fuente de información: lne