La muralla de Adriano,
construida hace 2.000 años en el norte de Inglaterra por orden del emperador
romano del mismo nombre -con la participación de mercenarios astures que
realizaban labores de reconocimiento y alguna que otra escaramuza en los
ejércitos que luchaban contra ellos-, sobrevivió durante casi 300 años a las
invasiones de los bárbaros, pero quizá no logre resistir a las botas de los
centenares de turistas que la visitan diariamente.
La erosión del muro, que mandó
construir en el año 122 de nuestra era el emperador nacido en Itálica (Sevilla)
y sobrino nieto de Trajano, es tan grave que la Unesco, que lo declaró allá por
1987 Patrimonio de la Humanidad, podría incluirlo en breve en su lista de
monumentos «amenazados». La muralla, ya cerca de Escocia y cuya construcción se
prolongó durante más de un lustro, está flanqueada por dos importantes ciudades:
Newcastle (antes Pons Aelius) y Carlisle (antigua Maglona), capitales,
respectivamente, de Northumberland y Cumbria, dos regiones fronterizas.
En un principio se extendía a
lo largo de 80 millas romanas (117 kilómetros), desde el golfo de Solway, en el
Oeste, hasta la desembocadura del río Tyne, en el Este, y su función principal
fue militar: la de defender el territorio sometido del sur Britannia de las
invasiones bárbaras del Norte, especialmente de las revoltosas tribus de
Caledonia, aunque se cree que también servía de barrera aduanera. También marcó
la frontera de la jurisdicción civil romana.
La construcción, la más
importante de las estructuras levantadas por el Imperio romano en las islas
británicas, de sillares de piedra en el tramo occidental y de turba y madera en
el oriental, en su forma final, tenía de 2,4 a 3 metros de grosor y de 3,6 a 4,8
metros de altura, y estaba rematada, probablemente, por almenas, hasta llegar a
los 6,5 metros. Una vía militar la recorría por su cara sur, en la que se
levantaron una serie de fuertes controlados por entre 8 y 16 hombres armados. Al
parecer, había un castillete por milla romana (equivalente a 1.480 metros) y
puestos de centinela.
Pero, ¿cómo llegaron los
astures a defender el muro de Adriano? Fue tras la conquista del noroeste de la
península Ibérica cuando Roma centra su política de asimilación de las tribus
astures en la incorporación de los jóvenes en el ejército. Por un lado, dándoles
entrada en las unidades asentadas en Asturias y, por otro, creando cuerpos de
tropas auxiliares a través de reclutamientos generalizados: eran las alas y las
cohortes del grupo étnico Asturum, que la diplomática y, sobre todo, la
epigrafía romana documentan abundantemente.
Así, después de que finalizasen
las obras de la muralla, fueron las tropas auxiliares, no las legiones, las
encargadas de guardar la frontera. Este segundo nivel del ejército romano, las «auxiliae»,
estaba conformado por unidades de infantería («cohors»), de caballería («ala») y
mixtas («cohors equitata»). Tanto para las alas como para las cohortes, el
número de efectivos podía ser de 1.000 hombres («miliaria») o de 500 («quingenaria»),
como la mayoría de las unidades que estaban desplazadas al muro con excepción de
una, y al igual que todos los destacamentos astures.
Se conoce la existencia de
cinco alas y siete cohortes exclusivamente astures en el ejército romano, una
cohorte de astures y lugones, dos cohortes de astures y galaicos y un cuerpo de
soldados irregulares también astur. Estos datos permitieron calcular a los
especialistas que llegaron a encuadrarse en el ejército romano entre 7.000 y
10.000 nativos de ambos lados de la cordillera Cantábrica. Las mayores levas se
realizaron en el mismo siglo I de nuestra era y, en un primer momento, fueron
forzosas para aminorar las posibilidades de rebelión, un problema documentado,
asimismo, en los primeros años de dominio romano. Pero, al correr del tiempo,
con la «profesionalización» del ejército romano, los soldados serían
voluntarios, porque el servicio ofertaba muchas posibilidades de promoción
social, cultural y económica, dado que, al finalizar los años de alistamiento
obligatorio -veinte para las legiones, veinticinco en el caso de las tropas
auxiliares-, el licenciado alcanzaba la ciudadanía romana y, con él, su mujer y
sus hijos, además de numerosos derechos y privilegios.
La estrategia de la potencia
dominadora preveía que los veteranos se convirtieran, de esta forma, en un
elemento muy importante de romanización de la Península: al volver a la tierra
de origen fundarían explotaciones agrícolas, con lo que asegurarían las
actividades romanas de producción, introducirían sus costumbres y propagarían el
latín. Además, como podrían insertarse en los niveles bajos del funcionariado
gracias a su estatus recién adquirido, contribuirían a aumentar la confianza de
la población local en la nueva administración romana.
Durante la época imperial, los
requisitos para ingresar en el ejército de Roma eran: medir al menos 1,75, ser
delgado pero musculoso y tener buena vista y oído. Los aspirantes a soldados,
después de acudir a la oficina de reclutamiento que se encontraba en la capital
de provincia, eran sometidos a una entrevista y a un exhaustivo reconocimiento
médico. Una vez admitidos, prestaban juramento de obedecer a sus superiores y no
desertar.
Fuente de información: lne (
LaNuevaEspaña)