A algunos hombres -muchos- les gustan, a lo largo de toda su vida, las mujeres de una edad determinada. Concretamente, a nadie sorprende que a un señor maduro lo atraigan las jovencitas.
Por ejemplo, hay tipos que a los quince prefieren señoritas alineadas en la franja de los 20-25 años, y siguen prefiriéndolas cuando ellos mismos llegan a los 25, a los 35, a los 45, a los 55.
Este esquema presenta distintas aristas: por ejemplo, cada vez será más difícil para el tipo conseguir que una mujer en la "edad de oro" le de bolilla. No debe haber nada más espantoso para un hombre que la intención de la frase seductora abortada por un "¿me dice la hora, señor?". Se envejecen diez años en un segundo, una simple e inocente pregunta -curiosamente relacionada con el paso del tiempo- le hace sentir al tipo con insoportable intensidad la proximidad de la vejez. Pero, más allá de eso, sean cuales sean sus circunstancias, esa clase de hombre jamás podrá mantener una relación llevadera y pacífica con semejantes mujeres.
Cuando es más chico que ellas, no sabe qué decirles, ni a dónde invitarlas, ni cómo conseguir dinero para financiar la salida.
Cuando es de la misma edad, está demasiado ocupado con los celos, las preguntas estúpidas que todos nos hemos hecho cuando jóvenes, las primeras alertas sobre la necesidad de pensar cómo sigue la vida una vez que se ha dejado definitivamente de ser niño.
Cuando es unos años mayor, no sabe cómo adaptarse para poder compartir cosas que van dejando de interesarle, sean los grupos musicales, los gustos en materia de libros o las ganas de estar permanentemente saliendo a hacer alguna cosa que ya no importa.
Cuando el hombre llega a los 40 ella, que como tantas jóvenes disfrutaría la compañía de un hombre maduro, se encuentra ejercitando la paciencia junto a un engendro que va y vuelve entre los 40 y los 17 con una liviandad irritante: El tipo le abre las puertas para que pase primero, le cede el lado de la pared, le da consejos y después, dependiendo de sus gustos o su posición económica, se gasta 120.000 dólares en un convertible rojo, o se tira de cabeza desde un escenario hacia el público, o se empeña en seducir a todas sus amigas, especialmente a las que son más jóvenes que ella.
Los cincuenta marcan el principio de la era del terror: uno quiere dormir o ver televisión cuando ella quiere salir a cenar, cuando ella quiere ir al cine, cuando ella quiere cualquiera otra cosa que no sea dormir o ver televisión (excepto el sexo). No entiende su vocabulario, no entiende la elección de sus ídolos, no entiende, en definitiva, nada de nada.
Al ser despertado a las tres de la mañana (como si fuese lo más normal del mundo) con objeto de mantener una conversación que nunca sabrá de qué se trata, la mira mientras ella habla -con expresión de estar interesado en lo que dice- mientras se afana buscando sigilosamente un picahielos debajo de la cama. Inútil intentar compartir lo gracioso del momento: probablemente ella no haya visto esa película.
Y así, el hombre enamorado se da cuenta de que ya pasó demasiado tiempo, que convivir con esa mujer que ama y siempre amó y amará sería un ejercicio perverso de aplicación de la tortura sobre dos personas que se quieren. Entonces llega el momento de separarse, y seguir en la locomotora a leña recorriendo un mundo surcado por trenes eléctricos. Cuando uno haya llegado solo hasta ese punto del camino, ya no podrá vivir acompañado. Sabrá que el precio de la libertad absoluta a lo largo de toda la vida es morir sin compañía.
Porque él, a esa edad, ya no cambiará. No le gustarán otras mujeres, ya sean más jóvenes o mayores.
Seguirá solo, con sus manías, enamorándose de lo imposible (qué destino cruel que eso sea lo mismo que amó siempre) odiando el café con leche y esperando la oportunidad de cometer el próximo error.
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